viernes, 10 de junio de 2011

Una noche




Él le vendó los ojos y la llevó por un pasillo que pudo intuir lúgubre. Le quitó la ropa suavemente, sin hacer ruido alguno. Ella podía percibir el olor de las velas. Él le quería seducir de una bonita manera.
Le tumbó en la cama y le pasó por todo el cuerpo algo de tacto sedoso, probablemente una pluma. Ella se dejaba mimar, intuitivamente cerraba los ojos para apreciar mejor las caricias regaladas.
Primero, la seda rozó su cuello, bajando poco a poco hacia el pecho, haciendo hincapié en los pezones. Siguió bajando, dejando caer su aliento sobre el ombligo de la chica, rodeó la cadera, ella comenzó a suspirar de placer, él siguió hacia abajo por las piernas de ella, disfrutaba de la situación. Una vez llegado a sus pies, dejó la pluma sobre las sábanas y retomó su camino de vuelta, besando cada centímetro de su bronceada piel.
Ella no aguantaba más, se quitó la venda, le agarró del pelo y le besó con ansia. Comenzaba su turno, pensó, pero él no quiso. Llevaba tiempo disfrutando del sexo más que ella y ese día se lo dedicaría por completo.
Él comenzó a notar el calor y la humedad que la chica desprendía de la entrepierna. Posó sobre ésta sus labios y quiso que con aquel acto, ella tuviera un primer orgasmo. Éste llegó y quedó satisfecho, continuó con pequeños masajes manuales, hasta que decidió que era hora de la penetración.
Primero lento, apasionado, cariñoso, sensual, después lujurioso, ardiente, sudoroso, fuerte.
Ella disfrutó más que nunca, él quedó satisfecho por su maestría en el sexo.
Comenzó a amanecer, dejaron que se apagaran las velas, él le trajo el desayuno a la cama, se fumaron un cigarro, se acercaron a la ventana y vieron cómo salía el sol desde su habitación con vistas a la playa.

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